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PARQUE LA AVISPA EN CHILPANCINGO.
Los niños de los años cuarentas del siglo pasado fuimos muy felices. Nuestra casa, con papa y mamá juntos, era nuestro paraíso. Estaba repleto de amor, respeto, trabajo y disciplina. Yo barría los corredores todos los días y, en las noches, antes de oscurecer, “tendía la mesa” – así se decía – para la cena y, después, para el desayuno del día siguiente. La mesa amanecía “tendida”.
En el traspatio cada hermano tenía su “arriate”. Esto era una pequeña extensión de tierra circundada por piedras o ladrillos, en las que sembrábamos algo. Yo sembraba, regaba y cuidaba mi siembra de rábanos. Teníamos hora fija para acostarnos, para despertar, para ir a la mesa y para jugar. Nuestra máxima diversión eran los días de campo. Iba toda la familia y, muchas veces, varias familias juntas. En el campo había muchos árboles, manantiales, conejos, pájaros. En los manantiales llenábamos nuestros bules. Las espinosas matas de piñuelas circundaban los terrenos de siembra. Comíamos bajo la sombra de los árboles. La comida que se llevaba la calentaban las mamás en anafres con carbón que alguien llevaba cargando. Con velas o quinqués sobre la mesa transcurría la cena. Los papás hablaban de su niñez, de sus papás, de sus abuelos, de toda la familia. La historia familiar se nos metía en el cerebro y en corazón. También la historia de nuestro terruño que allí mismo se desgranaba. El amor no impedía los castigos. Mi mamá me dio muchos pellizcos. Mi papá castigaba con su cinturón.
No había estufas, ni refrigerador. Había tlicuiles para leña y braceros con hornillas para el carbón. La mayoría de los trastes de cocina eran de barro. Se hacía la masa en el metate, el nixtamal en el tlalchiquihuite y las tortillas en el comal. La salsa en el molcajete con temolchi.
Las calles eran de tierra o empedradas. No había concreto. Las casas eran de teja y abobe. Las puertas de madera. Para ir lejos había burros y caballos. En las noches se caminaba por las calles con reflectores. Los niños jugábamos con pelotas de trapo, canicas de piedra o de vidrio, con aros, yoyos y trompos de madera. Volábamos papalotes. Las niñas con muñecas de trapo, con trastecitos de barro y con reatas que brincaban con habilidad. Se cantaban muchas canciones infantiles y se contaban muchos cuentos.
En su tiempo, cientos de luciérnagas se prendían y se apagaban por todas partes y los grillos, sapos y ranas musicalizaban la oscuridad. A veces nos llegaban de los cerros aullidos de coyotes.
Nos bañábamos con agua calentada por el sol en el patio. Nos peinábamos con aceite rosado y, dizque para que creciéramos sanos, todos los días nos daban una cucharada de emulsión de scott que era horripilante. Cada mes nos purgaban con el horrible aceite de resino.
En las mañanas, lo primero que se hacía era abrir la puerta de la calle. Permanecía abierta todo el día. Yo barría la calle con escoba de temacosa antes de irme a la escuela. Entrábamos a las nueve. Debíamos desayunar y almorzar con papás y hermanos a las ocho. Salíamos de la escuela a las doce. Comíamos a las dos y otra vez a la escuela a las tres para salir a las cinco.
Las pozas de barrancas y ríos eran nuestros balnearios. Allí nadábamos y pescábamos con un costal que extendíamos entre dos, lo sumergíamos y levantábamos cuando los pescaditos nadaban encima. Los metíamos en botes de vidrio con agua y los llevábamos a nuestros tanques. Todas las casas tenían tanques. Yo me escapé de la escuela muchas veces para irme a las pozas.
Así fue.
A mis escasos ochenta y cuatro años cumplidos sigo tomando emulsión de scott. Ahora con sabor a naranja.